De taxista a sostén de Villa Oculta: la historia de Federico, el joven que cocina para cientos de familias

Entre ollas y leña, este taxista lleva cada martes un plato de comida y un gesto de solidaridad a los vecinos de Villa Oculta, un asentamiento olvidado donde la mayoría de las familias se las arreglan para construir sus hogares con lo que pueden.

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En una tarde pesada, calurosa y movida, Federico y su pareja cargan la mercadería en su taxi y toman rumbo a Villa Oculta, un asentamiento que, como su nombre indica, permanece oculto para la provincia y el municipio, que parecen no verlo. Como todos los martes, Federico llega con una misión: preparar la cena para quienes más lo necesitan.

En el extremo norte, en Cuyen y Ugarte -entre Héctor Palacios y calle 1379- se levanta este asentamiento rodeado de pastizales y árboles que superan la altura de una persona. Villa Oculta se pobló en los últimos años con familias que, ante la falta de recursos y la imposibilidad de acceder a una vivienda propia, decidieron instalarse allí y construir casas precarias con maderas, chapas y tarimas. Hoy, alrededor de 300 familias conviven en este lugar completamente olvidado.

Villa Oculta, asentamiento que la cruza una calle de tierra rodeada de viviendas precarias.

Federico, un joven de barrio Ludueña con un corazón solidario, prepara cada martes la mercadería que él mismo compra, la carga en el taxi con el que trabaja para ganarse el mango, y viaja contrarreloj hacia Villa Oculta. En el asiento de atrás viaja su pareja, con los packs de fideos, el puré de tomates, verduras, pan y una caja de mandarinas.

La calle de tierra recibe a los vehículos con pozos y desniveles. Al llegar, los espera Griselda, una joven formoseña que vive allí desde principios de año. Ella ayuda a descargar todo en la casa donde se hacen los preparativos de la cena.

Griselda, un joven formoseña, corta las cebollas en el patio bajo la sombra de un árbol.

Bajo la sombra de un árbol, Federico comienza a pelar cebollas. “Decí que estamos en la sombra”, dice entre risas, mientras los animales de la casa -gallinas y una gata amamantando a sus crías- observan atentos.

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Isaias, el hijo de la dueña de casa, corta leña en una máquina casera ubicada en el patio. La madera será clave: la cena se cocina a leña, al aire libre. A unos metros, frente a la construcción del futuro comedor barrial, Federico arma el fuego.

Jovenes pertenecientes a una iglesia de Baigorria evangelizan a los vecinos casa por casa.

A lo lejos, un grupo de jóvenes de una iglesia de Granadero Baigorria recorre el barrio casa por casa. Es la primera vez que evangelizan en Villa Oculta. Uno de ellos explica que la necesidad es impresionante: “La gente nos abre su casa, su corazón. No queremos llenar nuestra iglesia de gente, queremos llenar el cielo de almas”, dice.

El sol empieza a caer. La temperatura se vuelve más amable. La leña encendida calienta tres ollas enormes, donde ya se cocinan presas de pollo con verduras. Algunos vecinos regresan del trabajo, los chicos salen de la escuela, otros se sientan con el mate en la puerta. Sin embargo, varios prefieren no salir: la noche anterior hubo un altercado entre bandas que generó miedo y rumores sobre un posible muerto.

Un hombre llegando de trabajar en su bicicleta tras una jornada complicada, preguntando cuál es el menú de la noche.

Cuando la oscuridad se adueña del barrio, los primeros niños se acercan con tuppers en la mano. Deben esperar. El guiso de fideos todavía está en marcha. Finalmente, se forma la fila.

Federico revuelve las ollas mientras explica: “Acá damos comida todos los martes y los sábados la merienda. Hoy cocinamos con 40 kilos de pollo, dos bolsas de papa, dos de cebolla, una de zanahoria y lo que se pueda: frutas, pan. Tengo una olla de 100 litros y dos de 50. Se entrega todo. El que viene con un tupper, grande o chico, se lleva su comida para compartir en familia”.

Fede junto a su pareja revolviendo y echando el puré de tomate en las ollas.

Sobre su rutina, agrega: “Me levanto a las 3 de la mañana, trabajo hasta la tarde. Los martes vengo para acá y me voy recién tipo 8 o 9 de la noche. Es cansador, pero siempre agradecido a Dios y a mi familia”.

Mientras tanto, Agustina, vecina del barrio, destaca el valor del trabajo de Federico: “Nos ayuda un montón. Acá falta todo: calles, luces, seguridad. Cuando se hace de noche no ves nada. Y si pasa algo, la ambulancia no entra. Este es un barrio olvidado… como su nombre”.

Vecinos charlando con mate en mano en la puerta de casa.

Tras casi seis horas de trabajo, la comida está lista. Cada persona recibe un plato de guiso caliente, pan y naranjas de postre. Jesica, con su vianda en la mano, comenta: “Por lo menos se acuerda de la gente. La comida y la leche nos ayudan a todos”.

El fuego se apaga. La fila se disuelve. Federico carga las ollas vacías. Otro martes solidario llega a su fin en Villa Oculta, donde el olvido duele, pero la solidaridad -aunque sea por instantes- abraza.

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Antes de irse, Federico hace un pedido a los rosarinos: “Todo esto lo hago a pulmón. Si alguien quiere ayudar, todo sirve: arroz, fideos, aceite, verduras, pollo o lo que tengan. Pueden comunicarse conmigo al 341 360-1090. Entre todos podemos dar una mano a quienes más lo necesitan”.

Rosario Info

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